LA CORRIDA
«En las corridas se reúne todo: color, alegría, tragedia, valentía, ingenio, brutalidad, energía y fuerza, gracia, emoción…Es el espectáculo más completo. Ya no podré pasar sin corridas de toros»
Charles Chaplin
Declaraciones realizadas al escritor y periodista Tomás Borrás, publicadas en su artículo del ABC el 11 agosto 1931, tras la corrida que asistió en la plaza de toros de San Sebastián.
La corrida de toros es un espectáculo en el que se corren o lidian varios toros bravos a pie, en un recinto cerrado construido para tal fin, la plaza de toros. Es el espectáculo de masas más antiguo de España y uno de los más antiguos del mundo. En la corrida participan varios matadores de a pie -en general, tres- asistidos por sus respectivas cuadrillas formadas por tres banderilleros o peones y dos picadores a caballo. En total doce toreros de a pie y seis a caballo que habrán de lidiar seis toros. Para ser corrida de toros es preciso que las reses lidiadas tengan de cuatro a seis años, hayan pasado un reconocimiento veterinario que certifique su integridad y sean sacrificadas por espadas que hayan tomado la alternativa de matadores de toros, es decir, que sean «maestros».
Las corridas, cuando no cumplen estos requisitos y, sobre todo, las reses no cumplen esa edad, se denominan novilladas. Los toreros serán los responsables del estricto cumplimiento del Reglamento Taurino respondiendo ante la autoridad, el Presidente de la Plaza. Deberán ejecutar las distintas suertes según un orden establecido y en un tiempo limitado. La lidia de cada toro se realiza en tres tercios sucesivos -tercio de varas, tercio de banderillas y tercio de muerte y que se despliega por el terreno del ruedo que, a su vez, se divide en tablas según su proximidad a la barrera-, tercio propiamente dicho y medios que corresponde a la superficie central del ruedo. También se denominan tercios a las tres fases sucesivas por las que se desarrolla el combate: tercio de varas, tercio de banderillas y tercio de muerte.
Al comienzo del tercio de varas, modernamente, se asiste a la suerte de parar el toro que sale galopando de los chiqueros y que suele realizar el matador con el capote de brega. A continuación, coloca al toro en las proximidades del picador para que ejecute la suerte. Siguen los quites que hacen los peones para sacar al toro del caballo protegido por el peto y el quite de prueba que suele hacer el matador para tantear la dosificación del castigo. A veces, el matador que le sigue en el orden de la lidia, para agradar al público o por rivalidad, instrumenta un quite de réplica al que tiene derecho pero no obligación.
En el curso de este tercer tercio, el diestro, armado con la muleta y la espada, prepara al toro para que una vez que acepte la muerte pueda ultimarlo con la estocada, el momento culminante de la lidia: ¡Sin espada no hay paraíso! , suelen afirmar los taurinos. Hay tres formas de hacerlo: la antigua, en la que el matador espera quieto la embestida del toro y aprovecha el momento del cruce para meterle el brazo armado; al volapié, en la que el matador, aprovechando la quietud del toro vencido, se vuelca sobre la cruz y hunde el estoque, y al encuentro, en la que matador y toro se atacan simultáneamente. La muerte del toro se asegura, una vez caído en la arena, con un golpe de puntilla, en el cerviguillo.
En este tercio el matador desarrolla su capacidad artística a través de numerosos y diferentes pases con la muleta: pases por alto, estatuarios, derechazos, pases de pecho, naturales con la izquierda, circulares, trincherazos y, rematando estas series con adornos y galleos entre el que destaca la larga cordobesa o al farol al estilo de Belmonte. Los aficionados reclaman no sólo que la administración de estos pases sea ejecutada con templanza, ritmo y mando, sino que además, se den con ligazón de modo que donde acabe un pase se inicie el siguiente de la serie. El conjunto de estas series de pases se denomina faena.
De vez en cuando algún matador ensaya un nuevo pase que de ser aceptado pronto recibe el nombre de su primer ejecutor: recordemos, con el capote, las chicuelinas del torero sevillano Chicuelo o las gaoneras estrenadas por el matador mejicano Rodolfo Gaona y, con la muleta, las manoletinas del cordobés Manolete o las bernardinas del catalán Joaquín Bernardó.
El toro muerto es retirado por el tiro de mulillas al galope mientras los areneros servidores del ruedo limpian, a toda prisa, la arena de los restos de sangre y, dentro del callejón, determinados subalternos se afanan en eliminar todo resto de sangre de capotes, muletas y espadas. En toda ceremonia sacrificial los signos de violencia ocultados. En esos segundos en el que los mulilleros retiran el toro despojado de su vida, el público expresa colectivamente su opinión sobre el toro: abuchea y silba si no ha sido de su agrado o aclama y aplaude si se ha comportado con bravura y nobleza.
El Presidente puede otorgar a un toro, como reconocimiento a su gran bravura, la vuelta al ruedo mientras que el público, puesto en pie, aplaude emocionado al animal, cuyo nombre será recordado por los aficionados. Recientemente los Presidentes han recibido la potestad de perdonarle la vida al toro que consideran excepcional a lo que llaman indulto. Esta nueva atribución de la autoridad no es del gusto de todos los aficionados pues los indultos se conceden en proporción directa a la menor categoría de la Plaza. El matador, según haya sido en opinión del público la calidad de la faena realizada, puede recibir palmas, puede saludar en el tercio, puede dar la vuelta al ruedo o puede recibir, en reconocimiento a su faena, hasta dos orejas. El despedazamiento al que someten al toro cortándole rabo y patas en algunas plazas sólo señala la escasa categoría de éstas y el bajo conocimiento del toreo del que hace ostentación su público.
Evolución histórica
El juego sacrificial con los toros bravos -práctica, muchas veces, festiva pero también, algunas, bellas y tremendas- nos acompaña, en España desde el fondo de los tiempos como testimonian las pinturas parietales del Levante español: los españoles oriundos de cualquiera de los diversos reinos que antaño constituyeron su múltiple monarquía, juegan y jugaron, sacrifican y sacrificaron desde siempre y, posiblemente para siempre, toros. Pero también en Europa, muchos miles de años antes que en España, como lo prueban las impresionantes pinturas de las cuevas de Lascaux y Chauvet, donde hace mas de treinta mil años el nacimiento del Arte se muestra unido al culto a los toros salvajes.
A partir del sensacional descubrimiento de los frescos del palacio de Knossos en Creta que tanto impresionaron a Picasso e influyeron en su obra, se sabe que el juego con los toros es una de las bases rituales sobre las que se ha erigido la antigua cultura mediterránea de la que somos casi todos los europeos deudores.
Ha sido, sin duda, el pueblo de Iberia jugando con toros, con novillos, bueyes y vaquillas en las fiestas que se celebran desde tiempo inmemorial en España, desde el País Vasco hasta Andalucía, desde el Reino de Valencia hasta Extremadura, es el responsable de que aquí, entre nosotros, acontezca cotidianamente el milagro de la supervivencia del toro bravo, animal que la moderna actividad humana, violando por todas partes el entorno natural y cultural, ha aniquilado.
De la tauromaquia caballeresca al moderno rejoneo
La medieval guerra de Reconquista de la Península Ibérica avanzó unida estratégicamente a las repoblaciones de las ciudades que el éxito de las armas lograba arrebatar. Esta fue una época de continuos enfrentamientos bélicos que, desde el punto de vista de la organización militar, exigió la ampliación incesante de los cuadros de jinetes: la caballería profesional pronto se convirtió en el núcleo principal del ejército de la época.
Por consiguiente, en aquellos tiempos heroicos la corrida fue preludio venturoso del hartazgo y, en la ciudad murada, la exposición pública de las destrezas de los caballeros en el trato montado con las reses se convertía, ante los pueblos afrentados por el hambre y acosados por un implacable enemigo destructor de vidas, cosechas y sembrados, en la más gozosa de las fiestas nutricias. No se trata de caza deportiva, sino de capturas estratégicas ligadas a la supervivencia de los grupos humanos. Y es así que, desde su origen medieval, la fiesta de toros conmemora la restauración de la vida ciudadana siendo, en consecuencia, un acontecimiento esencialmente urbano.
La conquista y repartimiento de Sevilla, en la mitad del siglo XIII, es el momento y el lugar en que aparecen, también, las primeras menciones escritas de fiestas de toros caballerescas. A partir de ese momento la Tauromaquia caballeresca no dejó de avanzar e imponerse. Si nos detenemos a consultar la riquísima bibliografía de descripciones de «plausibles fiestas», donde se corrieron cañas y se lidiaron toros que, con profusión inaudita de motivos, organizaron los cabildos de las ciudades españolas durante las centurias siguientes hasta bien entrado el siglo XVIII, llegamos a la conclusión de que el toreo caballeresco dominó absolutamente la escena festiva.
Por otra parte, las exigencias tácticas reclamaban la repoblación inmediata de las ciudades y territorios conquistados. Estas particulares circunstancias determinaron que en los reinos cristianos medievales se desencadenasen amplios movimientos de masas. La rapidez de los desplazamientos y la importancia numérica de los contingentes humanos trasladados doblado con la pérdida de los cultivos devastados, hicieron de la ganadería en general, y de las toradas en particular, un objeto de la más alta importancia estratégica. El historiador Sánchez Albornoz recuerda que en la Chronica Adefonsi Imperatoris se refieren muchas ráfalas o correrías llevadas adelante por las milicias concejiles que cuando les acompañaba la fortuna volvían empujando hacia sus nuevos hogares inmensas toradas.
Según describe Tablantes en su Anales de la Real Plaza de Toros de Sevilla, durante el siglo XV, en la época caballeresca, salían los nobles a la plaza ricamente armados, ostentando en los escudos empresas dedicadas al amor de sus damas, y con el acicate de aparecer dignos de ellas derrochaban arrojo y valor en la diversión de alancear toros. Durante este siglo se le exigió, por las ciudades españolas, a todo individuo socialmente privilegiado, revalidar su posición jerárquica demostrando, en público, su dominio del arte de combatir a caballo toros.
Con Felipe IV la fiesta alcanza el momento de su más alta espectacularidad barroca. Olvidadas las bulas restrictivas, con ocasión de victorias marciales, esponsales regios, natalicios principescos, beatificaciones, canonizaciones, entronizaciones y bendiciones, las ciudades y las villas españolas celebran brillantes fiestas taurinas. El arte contemporáneo de torear a caballo y clavar rejones y banderillas en la cruz del toro es lo que se denomina rejoneo o corrida de rejones. En España el toreo caballeresco fue relegado en el siglo XVIII a segundo plano aunque siguió siendo el fundamento del toreo en Portugal.